domingo, 6 de mayo de 2018

UMBRAL MUERTO EN ROSA







A nadie se le escapa a estas alturas de mi muerte que sólo vivo para rendir cuentas a Dionisos. Homenaje constante de garganta y entrepierna. Episodios de locura esporádica, epilepsia verbal y catarsis. Son esos momentos de lucidez luciferina en los que se hace necesario reivindicar que el conocimiento, la gnosis, no es acumular datos inservibles en tu cerebro como si fuera un armario ropero (recuerden una vez más la teoría de Sherlock Holmes en “Estudio en escarlata” cuando confiesa a Watson que no sabía que la Tierra giraba alrededor del Sol porque lo consideraba un dato totalmente inútil para su trabajo, ergo, su vida), si no abrir puertas en tu mente que no creías que existiesen o mejor, no desearías que existiesen.


El origen primigenio del sexo, la violencia, la catarsis, el dolor, la muerte, el caos y Dionisos.


Son esos pequeños momentos de lucidez, de explosión, de puertas abiertas al conocimiento en los que me apetece escribir porque es mi manera de homenajear a Dionisos, a la Tierra, la Luna y la locura y la muerte marchita de todos los poetas malditos que me antecedieron y llenaron el suelo de semillas de maldad...


...a nadie se le escapa que en estas locuras recurrentes hay obsesiones que se repiten, mantras malignos de psiconaútica, magos, nigromantes, guionistas de comics de superheroes... asideros de consuelo existencial, páginas de maledicencia, brotes de vileza, líneas de descalabro mental, renglones torcidos de Lucifer...


A veces en una sola página te hundes como caminando sobre arenas movedizas. El poder de las palabras, la diálisis de la locura y el esperpento.


Sucedió en una de esas tardes de Primavera volcada en granito, hormigón de oficina, y el desacato de bocadillo en un parque de Avenida de América. Eran los tiempos felices de Clara de Rey, mezclando la renta variable y el euribor con los bares del barrio de Prosperidad y una eterna adolescencia de administrativo domesticado, tiempo después de abandonar los escenarios y desear arrojarme desde la ventana de mi oficina tras hablar cualquier tarde con mi madre preguntándome que hacía ahí metido, en qué momento traicioné mis instintos y mis vísceras y le di la razón a Mestre cuando escribió que la Poesía ha caído en desgracia.


Sólo me salvaba, claro, la lectura compulsiva, como debe ser cualquier actividad. Cualquier actividad que no sea compulsiva no merece la pena. Bebemos compulsívamente, comemos compulsívamente, follamos compulsívamente, compramos discos compulsívamente. Son cosas sin las que no podemos vivir porque nos rescatan del pozo querubínico y efébico de Apolo. Nos devuelven a Dionisos.


Yo llegué a “Mortal y Rosa” una de esas primaveras de suicidio aritmético, de esquizofrenia calculada. De vivir al filo de la cordura, la peor pesadilla imaginable. Sólo me salvaba la lectura y el bocadillo de anfetamina. Y Umbral me golpeó con esos momentos concretos, esos puñetazos de realidad que ninguno desea. Yo me sumergí en aquellas páginas tan inocente y virginal como siempre lo he hecho. No sé nadar. Esto no es una metáfora. No sé nadar. Mi vida es un ahogo constante. Necesito branquias y vino. Había una página, una simple página que era una tormenta, en la que Umbral, muerto, roto y hundido, veía pasar a un señor leyendo el periódico. Ese señor que lee el periódico por las mañanas y se compra unos churros. Umbral quería ser ese señor. Yo quería ser Umbral y quería ser ese señor. Umbral quería ser ese señor y mitigar su dolor (escribe “Mortal y Rosa”, imagino que ya lo saben, cuando ve morir a su pequeño hijo de leucemia), quería ver pasar la vida. Quería ser ese señor que vive domesticado cabalgando su particular mascota de la monotonía. El confort de la rutina. La vida sin sorpresas. Eterno Kant paseando por la plaza de Konisberg cada día a la misma hora.

Era ya Umbral un macho hispánico de las letras, de gafas de culo de botella y pelo en pecho que se dejaba fotografiar desnudo en la bañera con su Olivetti. Pero se le murió un hijo y sólo quería ser un señor que viera la vida pasar, comprando el periódico y unos churros.

Y luego vinieron “Las Ninfas”, “Los Helechos...”, y el sol volvió a salir para imponer su dictadura. Ya no se respeta ni el dolor. Todo es una exaltación. Así sea.


Voy a abrir otra botella.


Pero nunca olvidaré esa página en la que Umbral quería ser ese señor que pasaba con el periódico bajo el brazo, y yo quise ser Umbral, y a la vez ese señor que pasaba con el periódico bajo el brazo...


Así nos convertimos todos en un mismo coro de mierda y democracia.




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