miércoles, 13 de enero de 2016

REIVINDICACIÓN Y VERGUENZA



Es posible que tal y como decía Lampedusa sea necesaria la mutabilidad de las cosas para que precisamente nada cambie, en ese pesimismo reflexivo al que nos confina un mundo viejo presa de sus propios vicios y errático en sus propias vanidades. No obstante, en nuestra urgencia de vivir conscientes de la “erección de la actualidad”, que decía Cándido, siempre encontramos alguna lucha o batalla por la que merece la pena descruzar los cansados brazos y limpiarles las telarañas a nuestras conciencias. Es entonces cuando recurrimos a los medios que encontramos a nuestro alcance, entre ellos el gesto reivindicativo. 


Una de mis luchas sociales favoritas, por lo que tuvo de impacto cultural en la historia del Siglo XX, es la de los negros en Estados Unidos. Una reivindicación justa y necesaria en contra del racismo y opresión a todo un pueblo que no significaba que se excluyera de aquella lucha a otros racismos existentes sobre otras razas o etnias (por ejemplo el manifiesto racismo estadounidense hacia los asiáticos, especialmente japoneses, durante parte del siglo XIX y gran parte de la mitad del XX), de igual modo que la lucha contra la violencia machista no implica, de ninguna manera, olvidar que puede haber violencia de género feminista. Es sólo que ésta última es ínfima en comparación con el gravísimo problema que supone la violencia ejercida por el hombre contra la mujer, y ahí están las cifras de asesinatos o agresiones en un sentido u otro. La lucha del pueblo negro durante aquellas convulsas décadas constituye un episodio fascinante en el que se entremezclan movimientos culturales, música soul, bandas callejeras, e incluso Juegos Olímpicos.  


La imagen de Tommie Smith y John Carlos en México 1968 puño en alto reivindicando el “black power” después de ganar oro y bronce respectivamente en la final de los 200 metros lisos sigue siendo una de las estampas más icónicas y poderosas de finales de los 60. Posiblemente El Gesto, con mayúsculas, del movimiento negro, en cuanto a notoriedad y capacidad para traspasar mediáticamente fronteras debido al escenario en el que tuvo lugar. Fueron abucheados en la misma pista, criticados por el propio Comité Olímpico de los Estados Unidos, y vilipendiados y amenazados de muerte tanto ellos como sus familias a su regreso a su país. No sólo ellos. Peter Norman, el atleta blanco australiano que les acompañó en el podio al hacer plata y quien se mostró solidario con la protesta de sus rivales, fue igualmente despreciado por las autoridades de su país, negándoles incluso su participación en los Juegos Olímpicos de Munich cuatro años después pese a ser el tercer mejor corredor de su país en su distancia en las pruebas clasificatorias. Al fallecer, en 2006, esta historia de honor deportivo y dignidad racial recobró protagonismo cuando los propios Smith y Carlos viajaron a su funeral y portaron el féretro de quien había sido su rival en aquella histórica carrera, en aquellos 200 metros de velocidad que pareciendo querer dar la razón a Quevedo en su soneto dedicado a Roma, demostraron que sólo lo fugitivo permanece y dura.      




Say it loud, I'm black and I'm proud!!



Aquel gesto definitivo y global de los dos atletas negros fue el televisivo espaldarazo a los que protagonizaran años antes Irene Morgan y Rosa Parks, mujeres anónimas que se convirtieron en símbolos para todo un pueblo al negarse a ceder sus asientos de autobús a los blancos. Como en toda lucha social que se precie, conviven por un lado los gestos anónimos de quienes padecen día a día las injusticias que pretenden derrocar con otros gestos más mediáticos e impactantes efectuados por quienes debido a su posición pueden erigirse como improvisados altavoces de una reivindicación que igualmente consideran justa y necesaria. Irene Morgan y Rosa Parks fueron las heroínas que saliendo de la nada prendieron la mecha de una revolución social que creció imparable hasta ver como en 1974 los ciudadanos de Atlanta escogían al primer alcalde negro de los Estados Unidos, Maynard Jackson, y que  ha logrado que 150 años después de ser abolida la esclavitud (a pesar de que el Estado de Mississippi no lo haya hecho oficialmente hasta el año 2013) la Casa Blanca sea ocupada por un inquilino de raza negra con total naturalidad, pero el gesto de Smith y Carlos hizo que aquella lucha se colase en los hogares de todo el mundo, dada la trascendencia de un evento como unos Juegos Olímpicos.  



Esta mañana hemos asistido en un escenario igualmente simbólico como es nuestro Congreso de Los Diputados a otro gesto reivindicativo protagonizado por una figura mediática que ejerce de altavoz de miles de mujeres (y hombres) anónimas que llevan tiempo denunciando la necesidad de una mejoría en las condiciones laborales para una mejor conciliación entre vida laboral y familiar. Carolina Bescansa, diputada de Podemos, se ha convertido en protagonista del día al acudir al comienzo de la nueva legislatura del Congreso con su bebe de seis meses bajo el brazo, en un intencionado acto reivindicativo que, como no podía ser de otro modo tratándose de una “podemita”, ha comenzado ya a ser criticado (y lo que te rondaré morena, Carlos Cuesta tiene para llenar tertulias de aquí a Semana Santa con el tema) En este país muchos hombres y mujeres (sobre todo mujeres) tienen que realizar auténticos ejercicios de equilibrismo horario para seguir atendiendo a sus puestos de trabajo sin perder su condición y naturaleza parental. La mayoría no tienen voz ni voto ni micrófono ni altavoz para reivindicar su lucha. Hoy Bescansa ha tratado de dárselo. 


Nunca una reivindicación por algo que se considera justo deber ser una vergüenza. La única vergüenza que hemos padecido esta mañana en el Congreso es la de ver a Pedro Gómez de La Serna, un diputado acusado de corrupción y expulsado por el propio partido político que representa y bajo cuyas siglas ha obtenido su escaño inaugurar su nueva legislatura en el cargo. Algo contra lo que todavía no tenemos herramientas y que, esto sí, debería hacernos enrojecer de vergüenza sobre nuestro sistema político. 



Dejen de mirar tanto al niño de Bescansa y miren más a las jóvenes y trabajadores madres que tenemos a nuestro alrededor. Ellas son a quienes ha representado este gesto.  





Y mientras tanto Pedro a lo suyo.


viernes, 8 de enero de 2016

EL APRENDIZ DE MANIPULADOR DEL TIEMPO

"Nem faço outra coisa senão entristecer-me nesta nossa pobre terra"  

(Euclides Da Cunha, 1909)  




"La perseverancia de la memoria" (Salvador Dalí, 1931)





El hombre, ese animal de pezuñas dionisiacas y paradoja andante, esclavo de su propia libertad, o libre dentro de su deseada esclavitud.    


Nos empeñamos en esclavizarnos, desde el principio de los tiempos. Religión, ciencia o tecnología, tanto da, no han sido si no orquestadores de tal esclavitud. El progreso que paradójicamente nos libera y nos hace más libres y, extraña asociación de ideas (como si no pudiera ser más feliz el pájaro cantor que alegra las mañanas del vecino desde su jaula que el buitre que sobrevuela los cielos husmeando la podredumbre), por ende más felices, no hace sino esclavizarnos más y más hasta el punto de que apenas podemos pasar un día sin esas redes sociales que nos dijeron “ven” y lo dejamos todo. Y es que hemos creído que “red” en ese caso se refería a organigrama confluente, cuando no son más que redes tales cuales eran las de los pescadores de antaño utilizadas para atrapar inocentes pececillos. Y allá vamos nosotros, pececillos humanos, enganchados y atrapados para siempre en esas redes donde gustosamente consumimos nuestro tiempo, y peor todavía, el que se supone nuestro tiempo de ocio, ese tiempo exclusivamente NUESTRO, que por obra y gracia de tales redes se convierte en un tiempo compartido con vaya a usted a saber que señor halitósico y mostachudo que pueda estar al otro lado de la pantalla mientras se frota su entrepierna ataviado con sus calzoncillos del Mundial 82. Y ya no hablemos del móvil, artilugio en el cual comprimimos toda nuestra vida, como si pudiera caber toda ella en unas pocas pulgadas. Nuestros contactos, nuestras fotos, nuestras citas… “¡la bolsa o el móvil!”, gritan ahora los apandadores del siglo XXI cuando nos asaltan bardeo en mano.    


Pero de todas las esclavitudes a las que decidimos someternos, sin duda la mayor, y viene de antaño, es la del tiempo.    


Someter el tiempo, pobres de nosotros, condensarlo en una esfera pensando que dejaría de batir sus alas bajo unas manecillas, encerrarlo en arena o confinarlo a los rayos del sol. ¡Qué vana ilusión! El tiempo es indomable. El tiempo hace batir un látigo de espanto sobre nuestras cabezas. El tiempo dirige la orquesta con mano de hierro y nosotros bailamos.  


Y así, con esa ingenuidad propia de nuestra especie, creímos que someter el tiempo, medirlo, interpretarlo, darle códigos y literatura, nos haría más libres, y por ende (como si no pudiera ser más feliz Luis Bárcenas en su jaula de oro que el indigente que orina en las esquinas sus borracheras de Don Simón de tetrabrick) más felices. Y ese engañoso dominio del tiempo nos ha constipado el alma, incapaces de saber vivir sin la certeza de que ese mismo tiempo al que tratamos de domesticar como aliado de improbable felicidad es el enemigo. Hemos despreciado la naturalidad de vivir en perpetuo estado contemplativo, hemos rechazado la sombra de los árboles, el latido de las olas del mar, y la vida salvaje que nace con el sol y muere con la luna. Nos hemos vendido al tiempo con la excusa de poder saber a qué hora son los partidos de la Champions League (que por otro lado, excepto si se juega en Rusia, son siempre a las 20,45, y aun así en las barras de los bares plagadas de carajillos uno sigue recibiendo un aliento de orujo hecho carne que le inquiere “¡PEPEEEE!, ¿A QUÉ HORA ES EL FURBOL?”) y con ello nos condenamos al número, al segundo, al minuto, a la hora, a la edad. Y nos vemos repentinamente plagados de otoños, con una edad con la que ya no podemos hacer esto o lo otro, y nuestras tibias y peronés se convierten en mausoleos de la cicatriz del paso del tiempo. Con lo bien que viviríamos sin tamañas mediciones de tragedia.


Y yo no escapo a esta condena autoimpuesta desde nuestra necedad de especie primate. Y así discurro que este blog de pensamientos, tan abandonado (porque ya toda mi vida se convierte en un pensamiento, una ráfaga beoda y mental, un discurso conmigo mismo sobre el devenir de la miseria), recibe ahora su primera entrada del año. ¡Otro año! Como si fuera cosa de consideración. Pues en efecto, mal que me pese, así es.   


Pero reflexiono una vez más (lo cual no significa hacer flexiones dos veces, ya que si fuera así tendría un cuerpo que sería la envidia de cualquier presidente de la FAES) y observo que vivo yo constantemente cambiando de año, en un perenne cambio climático buscando el consuelo y el optimismo aprendiendo, en definitiva, a manipular el tiempo a mi antojo para no ser derrotado por su espada damoclesiana de canas de nitroglicerina. 


Vivo el cambio de año del calendario gregoriano, lo cual hace que ya por los albores de Diciembre note ese quejido anímico de un ciclo que se acaba y otro que comienza. Son días duros para quien carga jorobas de melancolía, como es mi caso, pero como buen ciclotímico a partir del 1 de Enero resurjo henchido de moral y dispuesto a comerme el mundo, o al menos comerme un chocolate con churros a primera hora de la mañana.


Vivo el cambio de año de mi edad, marcado cada 28 de Abril, pero en una elipsis descerebrada desde varios meses antes ya me considero poseedor del nuevo registro, es decir, aunque cumplo 43 años ese citado 28 de Abril, en realidad siento que cargo con ellos desde el pasado 28 de Abril, de igual modo que nací con 0 años pero desde aquel 28 de Abril de 1973 comencé a vivir mi primer año de vida, por lo que llevo viviendo mi cuadragésimo tercer año de vida desde el 28 de Abril de 2015. Igualmente me sucede que a medida que me acerco a esa frontera que establece un nuevo número con el que voy entrando en más grupos de riesgo de cualquiera de esas enfermedades que acechan por ahí en una amenaza y convivencia para cualquier hipocondriaco, se incrementa la nostalgia y las alforjas se vuelven más bucólicas buscando el abrazo de la Primavera, y una vez superado ese 28 de Abril soy un hombre nuevo llamado a las más grandes empresas (o cuando menos llamado por mi empresa de telefonía móvil para que abone las facturas adeudadas) 


Y por último, y de una manera mucho más atroz, vivo el añorado cambio de temporada y curso escolar, ese Septiembre que marca el final del verano y que sepulta de golpe las tardes de sol cuando el amor a la vida refulge bañado en la espuma de la cerveza reflejado en el brillo de los ojos de las mujeres amadas. Y créanme que ese cambio de ciclo es el más cruel y atroz de todos ellos, pues siento la asfixia de la luz del día que se va y la bofetada gélida de otro Invierno que acecha en la sombra, maldito él con todos y cada uno de sus días. Pero sé cómo vencerlo, por eso he aprendido a manipular el tiempo. 


Y así cada fría mañana de invierno me levanto con el único pensamiento en la cabeza de que poco a poco los días son más largos, la noche menos ruin, y el Verano está más cerca.  


Es cierto que el hecho de que el Verano esté más cerca significa de una manera irremediable que el próximo Invierno también se aproxima cada día más, por esa maldición de cumplir ciclos en la que vivimos, pero cuando se acerque de verdad seguiré animándome deseando que llegue un nuevo solsticio de Invierno con su noche más larga y a partir de ahí, poco a poco, como una flor que crece regada con el esperma de la eterna adolescencia, los días, mis días, mis rayos de sol, irán creciendo de nuevo, y con ello mi ánimo furibundo para seguir en pie en este mundo podrido y sin ética, en el que a las personas sensibles sólo nos queda la estética, que diría Makinavaja desde aquellas páginas de tebeo inmortales donde el tiempo no puede llegar con sus brazos estranguladores.        


Y además, me consuelo pensando que queda un día menos para ver a Airbag…