martes, 16 de febrero de 2016

NI LA LLUVIA ME PODRÁ DETENER



"Can you see the real me, can you...?" 
("The Real Me", The Who)





The Real Me






No concibo el hombre sin dudas. No logro admitir la existencia si no es presidida bajo un enorme interrogante. Una permanente angustia existencial que somete al niño, ahoga al joven y fortalece al hombre, y que se manifiesta con especial significación precisamente en esos entretiempos de nuestra vida que se dan entre la niñez y la madurez, en ese verano de todos los veranos, en la noche interminable y en la fiesta dionosíaca que supone la juventud. 


No me extraña por tanto que el existencialismo, bofetada anímica de realidad que acompaña al hombre desde su nacimiento, se ponga de moda (si es que tal cosa es posible cuando hablamos de la filosofía de la angustia) precisamente en la segunda mitad del siglo XX con Sartre y Camus, cuando irrumpe el rock’n’roll, cuando ser joven adquiere significado propio y se crea una cultura particular por y para los jóvenes, poseedores a partir de entonces de un lenguaje exclusivo, de una actitud diferencial y kamikaze. La vida como una llamarada que hay que mantener viva mientras el cuerpo, la cabeza y el bolsillo aguanten. 


Las tribus urbanas son un intento más de dar respuesta a preguntas cuya auténtica valía residen precisamente en no tener respuesta y ser repetidas una y otra vez generación tras generación. Las mismas preguntas, los mismos deseos. La búsqueda y exploración del yo dentro del todo, de la individualidad en el colectivo. Ningún movimiento logra expresar de una manera tan rotunda a través de distintas manifestaciones, especialmente la musical, esa individualidad abierta y salvaje, un “vivir a tumba abierta” sin pensar en que el partido pueda tener segunda parte, o incluso prórroga, como la escena modernista que surge en el Reino Unido a principios de los años 60. El baile es la nueva religión, pero se predica la palabra y se venera el verbo. Steve Marriott, Pete Townshend o Ray Davies son la voz áspera y cruda de las calles, los Sastre o Camus de las noches, las anfetas, las pistas de baile, el sexo y el sudor. Y Paul Weller una década después es el responsable de que la llama no sólo no se extinga, si no que viva un apogeo todavía mayor en países que en los 60 no podían, por circunstancias políticas y económicas, acceder a lo que significaba esa adrenalínica “vida total” que ensalzaban los trovadores electrificados. Uno de esos países fue España, donde una legión de chavales a finales de los 70 y principios de los 80 se envenenaban de pasión con los discos de los Jam y el visionado obsesivo y reincidente, cuales Alex de Large en pleno tratamiento ludóvico, de la magistral “Quadrophenia”, biblia en celuloide de esa angustia juvenil y existencial que era y es motor e instinto de un modo de vida que viaja despreciando el freno. 



En León uno de aquellos jóvenes acólitos de los rabiosos nuevos viejos sonidos crecía obsesionado por recoger la antorcha, el legado, avivar la llama. Tras el paso por su primera banda, Ópera Prima, encontraría el vehículo ideal para aquellas obsesiones adolescentes al lado de otros cuatro jóvenes (hay que recordar a José Berrot en la primera formación) de su ciudad influenciados en mayor o menor (claramente mayor en el caso de Elena, a la sazón pareja sentimental e intelectual del protagonista durante varios años) medida por aquella música y actitud arrogante, lindante con el punk y tradicionalista y respetuosa con las raíces negras y afroamericanas de la música anglosajona. Los Flechazos, orgullo mod patrio, reclutan miles de seguidores mientras aquel leonés de adopción llamado Alex escupe sin parar andanadas comprometidas de pura militancia modernista. Son buenos años con Dro y muchos medios de comunicación haciendo caso a las canciones de la banda, himnos sencillos y efectivos con una insultante capacidad tanto para animar pistas de baile como para pegarse al subconsciente del oyente como lapas. Los Flechazos se convierten para muchos aficionados al pop en una de las mejores bandas nacionales, pero para otros cuantos, secretos adoradores de la "vida total", no se trata de una banda más, se trata del grupo que está escribiendo la banda sonora de sus vidas.   


Las canciones hablan de bares, de chicas, de fiestas, de discos, de ropa... de ser joven, en definitiva. No hay banalidad en el asunto. Ser joven, ya lo hemos dicho, es vivir perennemente cuestionado, es la angustia existencial del niño que ya ha crecido y espera lo que le depara el ser hombre. Y Los Flechazos, haciendo un juego fácil, dan cada vez más en la diana, y llega "Luces Rojas", una canción que es, por encima de todo, una forma de vida. "Ni la lluvia me podrá detener...", nada hay más triste, gris y melancólico que la lluvia. "Cuando me canse pararé a pensar, y por fin sonreiré, cuando el sol brille más, y me despierten las olas del mar" Nunca en el pop español se consiguió reflejar de manera tan precisa, cruenta y atroz ese sentimiento quadrophenico de la angustia juvenil. Y las luces rojas se apagaron cuando Alex, como hiciera Paul Weller disolviendo The Jam en la cúspide de su carrera, buscó su propio camino, sólo ante el peligro como Cooper. El niño que de joven se hacía preguntas se transformaba en el hombre que afrontaba su destino.   


30 años de carrera obligan a mirar atrás, a echar un vistazo al camino recorrido, a reconocer como propias esas pisadas en la arena y a comprobar el efecto que ha producido en una generación de seguidores tantos jirones de alma dejados en las canciones.


Es Alejandro Díez Garín un músico extremadamente inteligente, calculador y seguro con cada uno de sus pasos. Nunca ha renegado de su pasado, y ahí han estado sus constantes guiños a Los Flechazos en sus conciertos con Cooper o sus íntimos bolos acústicos. Pero igualmente nunca ha dejado que ese pasado le atrapase, negando toda posibilidad de estancamiento. Recuperar aquella banda sonora de toda una generación, por tanto, para celebrar sus 30 años de carrera, no podía ser en ningún modo algo resuelto al azar. Era el momento de ponerse las mejores galas.     




Dressed right, for a beach fight (foto de Nacho B. Sola)



La fecha tampoco parecía producto de la casualidad. Una víspera, lluviosa, claro, de San Valentín. Madrid, ciudad que siempre ha reverenciado la explosividad modernista y donde Los Flechazos se han sentido habitualmente como en casa (escogieron la capital en su momento para grabar su único álbum en directo, en la desaparecida Sala Revolver, eran los tiempos en los que llenaban la Aqualung, cosa que no pudo decir ni el mismísimo Keith Richards… aquellos maravillosos 90 del picor de niqui y del frescor, de camas deshechas y posters en la pared) La Riviera y el vértigo de su aforo de dos millares de personas. Semanas antes el “sold out” servía el anticipo del éxito, al menos tangible y palpable de la empresa. Quedaba convencer sobre el escenario, resplandecer en el triunfo emocional, y demostrar que versos que traspasaron tuétanos y noches siguen siendo fuego.      


Si nada está dejado al azar, no puede extrañar que Elena Iglesias apareciese en escena precisamente con una canción como “En tu calle”, reivindicación de un pasado juvenil y romántico, de unas tardes en las que se veía la ciudad con ojos inocentes y ansiosos y el hambre de la vida que está por venir, de los juegos que los chicos piensan que son nuevos, como cantaba Mick Jagger en “As Tears Go By”, canción que emparentaría con “Me he subido a un árbol” (igual que “La vuelta a la manzana” del último LP de Airbag es descendiente directa de “En tu calle”) también de “Alta Fidelidad”, obra de madurez flechaza con la que saludaban los tiempos independientes de Elefant Records. Hubiera gustado ver a más miembros de Los Flechazos reforzar la celebración, pero bien valió la pena volver a disfrutar de Elena tiñendo de purpureo Hammond el escenario y a Héctor percutir el bajo mientras la chica de Mel Ramos volvía a subirse a lomos de un hipopótamo. Núcleo fundacional de la banda, el tributo también les pertenecía.      




"Y nos íbamos a ver la ciudad..." (foto de Nacho B. Sola)



Fuimos vaciando el bidón de gasolina, mito flechazo juvenil por excelencia. Quienes seguimos sus andanzas y asistimos a decenas de sus conciertos podemos dar fe de que en efecto fue uno de los primeros temas desterrados de su set list. Pero ya lo hemos dicho, nada está escogido al azar en la carrera de Alex, y si había un motivo para recobrar las ganas de prender fuego era éste. Si se mira al pasado es sólo para coger impulso. Por eso el movimiento, vaya perogrullada, no se puede detener. A toda velocidad.   


Ni la lluvia me podrá detener… los versos siguen blandiendo ferocidad. El bardo eléctrico que surgió del frío, voz de una generación. Lo consiguió. “Cuando era pequeño quería ser feliz y soñaba con lograr lo que ahora tengo ante mí”. No sé si lo que soñaba era tener a dos mil personas coreando sus canciones puño en alto, pero lo consiguió. Consiguió poner patas arriba su ciudad, encender una llama que aún perdura, reivindicar la individualidad dentro del colectivo, fortalecer la personalidad dentro de la tribu. Por eso el movimiento no se puede detener y por eso siempre hay camino por recorrer.  


Sujetos a las mismas coordenadas vitales que los primeros hombres que poblaron la tierra, presos de las mismas preguntas y cuestiones que a la vez son las que nos hacen libres (el ser humano es una enorme duda, pero también una gigantesca contradicción y paradoja), poco importan las diferencias cuando se han escrito canciones que ya son de todos y que no son canciones si no vida. Porque pocas palabras me han acompañado tantas veces cuando amaina la tormenta en que se convierte la noche con sus alcoholes, borracheras, excesos y quejumbres, pocos versos han golpeado mis sienes en sus suicidios neuronales, pocas ideas han abatido mi alma cuando se pliegan las alas para esconder las cicatrices, cuando la angustia sucede, y el niño sigue preguntándose qué es lo que hay detrás de cada puerta, como el mantra quadrophenico de “Luces Rojas”.   


Ni la lluvia me podrá detener…       





I Am The Sea







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