lunes, 27 de abril de 2015

CHEPUDO, MIOPE Y DESDENTADO



La joroba es bella



Se acerca otro cumpleaños. Ya escucho el susurro hiriente del paso del tiempo una vez más, y reabro esta bitácora de las eyaculaciones verbales para escribir sobre lo que creo que más conozco: sobre mí mismo. ¿O acaso con 42 años a cuestas no soy ya suficiente conocedor de la paupérrima obra que supone mi escuálida vida, plagada de alientos miserables y promesas rotas? Quizás no, que coño, uno siempre tiene guardadas para sí mismo sorpresas que van más allá del tamo generado en tu ombligo o de que alguna maldita cana venga a recordar que yo prácticamente asistí a la invención de la rueda. 

42 es la cifra. A estas alturas ya queda bien eso de decir “42 añazos” o “42 castañas”, como quitando hierro al asunto. ¡Qué divertido es hacerse viejo! Sinceramente, lo único que me gusta de cumplir años, es que sé que la opción de no cumplirlos es absolutamente peor. 

¿Qué surcos se han ido labrando en mí a través de todo este tiempo?, ¿qué peaje he pagado?, ¿es mucho el desgaste acumulado?, veamos.  

Las tres principales taras físicas que tengo casi desde nacimiento siguen ahí, para deleite de mis enemigos que buena chanza hacen con ello, sin saber, los pobres diablos, que ninguna de sus burlas es comparable a las que yo mismo hago sobre mi aspecto y mi triste figura. Por supuesto, la insondable miopía que desde niño me ha hecho inseparable compañero de unas gafas sin las cuales soy poco menos que un minusválido. Ese desamparo del miope tiene su encanto, claro, y comprenderán cuanto más fácil era identificarme con las personalidades ocultas de algunos superhéroes (mis queridos superhéroes, que nunca me abandonan) como Clark Kent o Peter Parker antes que con bombonas de testosterona andantes e icónicos para mis viejos camaradas jevis de los 80 como Conan el Bárbaro o Thor. También sigue ahí mi mítica joroba, que me convierte en un Quasimodo berciano buscando su particular Notre Dame. Una hermosa y romántica chepa que hunde mi mirada aún más en mis propios pasos. Y por supuesto no podemos olvidar mi dentadura salvaje y mellada, más propia de un redneck o un homeless que de un distinguido, elegante y culto ciudadano de la Unión Europea.   


Call me tiger


Cegato, chepudo y desdentado. Así desde niño, siendo objeto de las burlas de los matones del colegio y de los desplantes de las musas del instituto. Y a pesar de todo aquí estoy. Cegato, chepudo y desdentado, y con 42 años. 

Y con los años… ¡los años! Que cosa, que losa, que prosa pomposa, que cosa horrorosa. Los años son como alfileres clavándosete en la piel. Una pequeña y deliciosa tortura, paciente, pero que nunca se detiene. Una gota china. Con los años lo que antes era un suspiro ahora se transforma en un quejido. Claro que también lo que antes era una sonrisa, ahora bien es una carcajada. Básicamente porque se va uno volviendo cada vez más loco, y se ríe como un loco, y básicamente porque está uno hasta los huevos (unos huevos ya canosos, todo hay que decirlo) 

Tampoco hay que obviar a otro de mis viejos amigos: el soplo en el corazón. Una anomalía de nacimiento que me acompaña desde siempre, y que en mi descaro nostálgico hizo que me apoyara enfermizamente en aquella delicia de Louis Malle, “Le souffle au coeur”, que creía que el director galo había dirigido expresamente para mí, pese a rodarla dos años antes de mi nacimiento (así somos los ególatras) ¡Qué maravilla de película, qué poesía de celuloide, que delicadeza de historia, qué sutileza de vida! Ese soplo murmurante, amenaza de mi hipocondría por siempre, que me abate y me rebate pensando en que en cualquier momento puede llegar el “trallazo”, el gran calambre final.

Los doctores aconsejaban, y mi madre reafirmaba: “puedes hacer vida normal”. Y yo me preguntaba, y aún lo hago: “¿qué es para usted, sabio doctor, hacer vida normal?”, “¿qué es para ti, madre amantísima, hacer vida normal?” Porque en distintas épocas de mi vida ha sido lo más normal del mundo estar tres días con sus noches de fiesta y sin dormir, ventilarme una botella de Johnnie Walker en cuatro tragos, jugar un partido de baloncesto un sábado por la mañana sin haber pasado por la cama, o correr 12 kilómetros cada dos días. De modo que sigo sin saber que es normal o no en la vida de un ser humano, y sólo dejo que el cuerpo siga aguantando, sin saber si ya las abolladuras y desperfectos que van asomando son avisos de que este coche tiene que disminuir la velocidad… velocidad, que bonito nombre tienes, y en inglés todavía más…

Vean que paradójica es la vida del hombre quejumbroso. Aprendan, jóvenes lectores, para lo que se les viene encima con el transcurso de los años. He sufrido en los últimos años de manera bastante constante una afección ocular llamada queratitis. Una sequedad en el ojo producida por el uso de las lentillas, el trabajo con ordenadores, y al parecer porque al dormir no cierro totalmente los ojos (y es que me gusta enfrentarme a mis sueños con los ojos abiertos) Eso provoca unas molestas úlceras en la córnea que resultan una auténtica incomodidad, sobre todo a la hora de leer o ver cine en versión original subtitulada, ambas cosas que hago casi se podría decir que a diario. Entre las soluciones que busqué para solucionar mi queratitis, estuvo la de dormir con doble almohada bajo mi cabeza. Con esto conseguía tener los párpados más caídos y con ello más cerrados durante la noche. Parecía una buena idea. Dos años después los dolores de cuello, de espalda y de hombros, me hicieron pensar lo contrario. De modo que intentando mejorar mi salud ocular, destrocé la lumbar. Lo que se dice desvestir a un santo para vestir a otro, o subirse la manta para abrigarse la cara y dejar desnudos los pies.     

Ocurre lo mismo con la salud dietética. Resulta que he descubierto (fabulosos descubrimientos que nos traen los años, como digo) que soy intolerante a la lactosa. Bien, parece algo fácil de controlar. Se trata simplemente de no consumir alimentos con lactosa. Estupendo. ¿Y qué hacemos con el calcio?, máxime teniendo en cuenta que tengo la ferritina alta, con lo cual necesito calcio, pero no puedo ingerir lactosa. Divertido, ¿verdad? Y al final tu vida se convierte en un puzzle, un tetris diabólico que pone a prueba tu ingenio y en el que tratas de encajar todas las piezas como puedas. Necesito esto pero a la vez esto otro, y tengo que dejar de consumir esto pero no puedo prescindir de aquello. Pura ingeniería.   

Hay más cosas, no se crean. Empiezo a padecer de manera frecuente el conocido como “síndrome del túnel carpiano”. La cosa consiste en calambres, hormigueos y sensación de mano muerta muchas veces en medio de la noche, sobre todo en la derecha, que para eso es la que trabaja. No sean mal pensados, la culpa no ha sido por tributar a Onán. Al parecer es frecuente que llegados a ciertas edades y tras años de trabajo con ordenadores, y más si eres bebedor habitual, sufras este trastorno. Otro más para la colección, que se suma gustoso, jocoso y feliz al álbum de reumas, ciáticas y artritis varias.   

No podía faltar alguna alergia, ¿verdad? Ya ven, yo que siempre respondía ufano a aquello de "¿tiene usted alergia a algo?" con un sonriente "no que yo sepa", imbuido de una seguridad en mi mismo que hacía tenerme por un fenomenal tragaldabas, por una boca insaciable por la que podía entrar de todo, ¡de todo, señores!, y resulta que no, que aquellos frutos secos que antes comía con fruición ahora los tengo prohibidos a menos que quiera verme convertido en una gigantesca roncha andante. Créanme, he probado a remojar los cacahuetes en cerveza, convencido de que así ya no eran frutos secos, pero tampoco ha funcionado. Y con ello, de la mano, vino la alergia al polen, gramíneas y demás amistades peligrosas que se asoman en la Primavera junto a los rayos de sol como un puñetazo histamínico de ojos llorosos y garganta quebrada.

Y la chepa. ¡Ay la chepa! De tanto mirar para abajo. De tanto rascar la guitarra. De tanto botar una pelota naranja en esas canchas callejeras. De tanto y de tonto, de tanto ser tonto, detente so tonto. Esta chepa dromedariana que anuncia mi presencia, que advierte de mí a lo lejos, levantada como una cúpula de mis desaires. Cúpula sin cópula, la cúpula fue del cha cha cha.  

Y esto es lo que hay: cardiópata, miope, jorobado, desdentado, artrítico, reumático, alérgico, nostálgico, berciano y melodramático. Así estamos en este baile de la vida, con estas miserables alforjas nos gobernamos por el mundo. Y eso que no hemos hablado de las cicatrices del alma. Los latigazos sentimentales remojados en alcohol. Parezco un himno del Atleti. ¡Qué manera de sufrir! ¡A mí los Vinicius de este mundo, los poetas y los trovadores y el rasgueo tortuoso de las guitarras melancólicas!   

Se preguntarán entonces, pacientes lectores, sufridos visitantes de esta sinagoga de penas y culpas, porque no arrojo la toalla y dejo de sufrir y de ser este océano de llanto hecha flácida carne y saco de huesos, y sigo aquí dando el coñazo. “¡Qué rollo de tío, qué rollo!”, sé que piensan ustedes con buen criterio. 


Y la razón, queridos míos, es muy sencilla: pese a todos mis males, aún estoy mejor que Eduardo Inda.       



Vinicius, referente.


  

No hay comentarios:

Publicar un comentario