miércoles, 10 de abril de 2013

EL HOMBRE QUE SE HACÍA PREGUNTAS


“Nos educan para ser productores y consumidores, no para pensar” (José Luis Sampedro, Junio de 2012)

No quisiera convertir este rincón de eyaculación verbal (lo de “literaria” queda como muy presuntuoso) en una especie de tablón de necrológicas, pero uno de los motivos de mantener un blog (en este caso, además de tratar de tener “ordenados” mis distintos escritos, excepto los de baloncesto, los cuales ya disponen de hogar propio) es también el tener presente la actualidad que nos rodea, por mucho que en ocasiones no nos resulte especialmente propicia o agradable. 

Si hace dos días conocíamos la noticia de la desaparición de Margaret Thatcher, ayer mismo sabíamos de la perdida de José Luis Sampedro, producida el domingo, pero mantenida en silencio por su viuda y allegados cumpliendo las últimas voluntades del finado de irse en la más absoluta intimidad. Un “ars moriendi” para un hombre que nunca buscó la fama, ni la celebridad, ni su discurso resultó atronador sino templado y moderado. Si no hay más que echar un vistazo a Europa para darnos cuenta de que por desgracia el thatcherismo ha triunfado imponiendo su política neoliberal en lo económico y ultraconservadora en lo social, desafortunadamente el discurso del gigante Sampedro, no nos engañemos, apenas interesa.  


Sampedro en Olavide, eyaculando emociones.


Es cierto que la noticia ha ocupado páginas y minutos en los medios, es verdad que se le llora y se recuerdan sus certeros análisis sobre la situación actual. Hablamos de una figura gigantesca en lo intelectual, un pensador y reflexivo sobre la condición humana continuador en cierta manera de los Baroja o Unamuno. Reconocimientos en vida no le han faltado (miembro de nuestra Real Academia desde 1990, Orden de las Letras y las Artes de España en 2010, o Premio Nacional de las Letras Españolas en 2011, por citar los más relevantes), y su posicionamiento frente a la actual e indigna crisis económica y moral que padecemos (gracias, entre otras, a figuras como la citada Margaret Thatcher) prologando el texto de Stephane Hessel “Indignaos” y apoyando sin ambages el movimiento del 15M le convirtieron en referente de actualidad para los jóvenes que comenzaban a buscar respuestas (“gracias por iluminar la vida de un viejo”, les llegó a decir en un emotivo encuentro en la madrileña Plaza de Olavide) Podríamos convenir de todo ello que Sampedro era por tanto un personaje mediático e influyente en esa “opinión pública” tan maleable y sobre la que tanto se dedicó a alertar, y sin embargo creo que hay motivos para pensar que nada más lejos de la realidad. 

Por un lado hablamos de un intelectual, un escritor, lo cual ya de por si le predispone a ser blanco predilecto de cierto tipo de españolidad detestable de la cual ya hablamos en nuestra entrada “La intelectualidad traicionera” recordando la vasta carrera de desagravios que en este país ha sufrido la cultura. Lógicamente a esos sectores ya los doy por perdidos. Bastante tienen con ser borregos detrás de una zanahoria que no les haga utilizar su cerebro más que para escudriñar si el salto al agua de Falete merece un 10 del jurado. Por otro su implicación con el denostado 15M. Movimiento al que le han dado por todos los lados y desde distintos rincones. Da igual centro que derecha que izquierda. Con el 15M vale todo, hasta decir que es ETA. Sampedro, como uno de los grandes referentes visibles de la escena, representaba perfectamente esa condición de “blando” de la que tanto se acusa al movimiento que se echó a las calles hace casi dos años cargado de propuestas y buenas intenciones ante el desconcierto de políticos y medio de comunicación, quienes empeñados en vivir de espaldas a la realidad fueron incapaces de comprender que era lo que empujaba al ciudadano a expresar su descontento de manera pública y visible con su propia voz debido a que nadie ponía altavoces a su servicio. Tanto tiempo viviendo en torres de cristal, tantas estúpidas tertulias de traje y corbata hablando sobre Zapatero, Rajoy o Rubalcaba, dejó al desnudo a una gran parte de la profesión periodística de este país. Sencillamente, no sabían lo que estaba pasando. ¿Puede haber peor escenario para un periodista que el de no conocer la realidad de sus conciudadanos? Sampedro era un hombre de discurso apacible, sosegado, no caía jamás en el exabrupto, cosa que hoy día tampoco reporta grandes beneficios. A pesar de que de su boca jamás salió improperio alguno, no pudo evitar ser víctima de uno de esos fakes tan de moda hoy día en el lodazal que es internet, ese campo sin puertas donde los cobardes cabalgan impunes gracias al anonimato. Nos referimos a aquello de “querido señor presidente, es usted un hijo de puta”. Cualquiera que fuese mínimamente conocedor de la figura de Sampedro sabría de inmediato que ni por lo más remoto el escritor barcelonés sería capaz de caer tan bajo. Poco importó. El reunir términos como “presidente” e “hijo de puta” y ponerle debajo la falsa firma de un personaje relevante de nuestra cultura era algo demasiado goloso. Aquello corrió como la pólvora al igual que tantos otros textos similares vacíos de propuestas y cargados de ira. No era el caso de Sampedro, quien si algo ofrecía era propuestas, alternativas, soluciones, o al menos el deseo vital de intentarlo. Y por supuesto, todo ello dentro de un llamamiento a la siempre incómoda revolución interior, al combate personal por desarrollarse como mejor ser humano.     

Decía otro pensador colosal como Ernesto Sábato (doctor en física) que en las matemáticas, en los números, era capaz de encontrar el orden apolíneo y el cosmos que la dionisiaca literatura le negaba. Se diría que Sampedro hizo el camino a la inversa. Brillante economista en la primavera de sus días, su carrera literaria se hizo más poderosa con el paso de los años, a la par que su desencanto con las ciencias económicas descaradamente puestas al servicio de los poderosos. La definición más común para la figura del desaparecido literato es una palabra muy querida para mí: “humanista”. Y en efecto, nada más enriquecedor puede haber que el humanismo. El situar al ser humano como centro de todas las cosas y luchar por dignificarlo y respetarlo en su relación con el entorno que le rodea. El humanista, al contrario que el individualista, parte de la exaltación y vivencia de su propio e intransferible yo para enriquecerse con la convivencia de los demás. El humanista, por tanto, como el existencialista, es un ser condenado al sufrimiento en cuanto se ve conocedor de todos los males que le rodean. El poeta metafísico John Donne escribió en el siglo XVII (y posteriormente lo recuperó “Papá” Hemingway a mediados del XX) aquello de que la muerte de cualquier hombre le disminuía, porque estaba ligado a la humanidad. El ser humano no puede concebirse indiferente a la humanidad en la que se engloba como miembro de la única especie conocida dotada de raciocinio. Por eso el humanista sabe que mientras haya hambre y pobreza en el mundo, por muy bien que le vayan las cosas como individuo, será parte de una humanidad enferma, es decir, él mismo será un ser humano enfermo, al ser incapaz de resolver algo tan básico como la carestía alimenticia en un mundo en el que se arrojan a diario toneladas de comida a la basura. El individualista, por su lado, vive feliz y convencido de que la única humanidad que importa es la que empieza y termina en si mismo. No hay afección ni empatía por el entorno, al contrario, el entorno ha de estar a su servicio y provecho. 

En definitiva la enseñanza que nos deja Sampedro es la del existencialismo más elemental. Esa que se basa en la pregunta “¿quién soy?” y no en la cuestión “¿cuánto poseo?” (o “¿cuánto soy”), mal endémico en nuestra sociedad y sobre el cual se hartó de advertirnos. Esperemos que su lucha memorable por desarrollarse, primero como propio ser humano, y después como integrante de un colectivo, no haya caído en saco roto. Descanse en paz, maestro.  

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